miércoles, 10 de febrero de 2016


A veces me pregunto si ese nudo en la garganta que precede a la tormenta puede apretarse tanto que me haga dejar de respirar.

A veces sé que yo sujeto un extremo de la cuerda, y que prefiero seguir apretando que soltar y quemarme.
Pero siempre ignoro quién sujeta el otro. El otro extremo que siempre está en tensión, ese que siempre intenta apretar un poco más.

https://www.youtube.com/watch?v=BVEdxkUXzQE

Pero finalmente no hay quien apacigüe la tormenta esta noche,
y la lluvia y el granizo empapan mis pensamientos
y destiñen los colores brillantes de mi cabeza.
Y me apago un poco más.
Y ya no sé donde más buscar la luz.

Las luciérnagas aún brillan suficiente como para intuír el camino en la oscuridad,
pero joder,
estaría bien no tener que dar siempre cada paso con cuidado para no caer en el vacío.

De vez en cuando aparece un destello que ilumina todo el camino y vuelven los colores y veo hacia donde me dirijo.
Pero el problema de la luz es que me ciega. Que cada vez que se va hace que no consiga ver bien en la oscuridad. Que mis ojos más que acostumbrados a ella no son los mismos.
Esa oscuridad lleva años siendo mi compañera, mi amiga, la protagonista de todas mis noches en vela.
Y ahora por culpa de la luz ya no me siento tan cómoda en ella.